—Un momento, por favor. Lo están terminando de cambiar.

Rogelio sabía lo que eso significaba: se había orinado o cagado encima de nuevo. “Al menos esta vez no lo hizo conmigo”, pensó. Suspiró y con el esbozo de una sonrisa asintió, agradeciéndole a la cuidadora que lo recibía cada domingo que acudía al asilo para recoger a su padre. No lo hacía cada semana; llamaba seguido, pero al menos una o dos veces al mes Rogelio acudía para sacarlo un rato y llevarlo a comer. Siempre le preguntaba a dónde quería ir, y su padre siempre le decía que quería conocer el restaurante —cerrado hace dos años— por el que pasaban de camino a casa de Natalia —su hermana, muerta hacía ya cuatro—; entonces Rogelio lo llevaba al mismo Sanborns de siempre, donde su padre escudriñaba la carta con interés y terminaba pidiendo siempre lo mismo: enchiladas suizas, y concluía diciendo que eran las mejores enchiladas que había probado, y que debían volver. A Rogelio le fascinaba y aterraba aquella extraña consecuencia del Alzhéimer: su padre recordaba a su hermana y el camino y el restaurante que siempre veían, en el que jamás se detuvieron, pero no recordaba su muerte o el tiempo o la estética tan característica del Sanborns, a donde iba seguido con su esposa; tampoco recordaba que toda su vida odió las enchiladas suizas. Eso era lo que más le extrañaba: dentro de todo, podía entender que olvidara ciertos recuerdos, pero jamás imaginó que pudieran olvidarse los gustos.

Mientras lo esperaba, sacó su teléfono para revisar y contestar mensajes, un poco fastidiado por tener que estar ahí en lugar de descansar en su día libre. Pronto lo escuchó, hablando con la cuidadora, preguntándole dónde habían dejado su taladro Truper. Al escuchar su voz malhumorada, y anticipar las groserías, problemas y vergüenzas que pasaría, no pudo evitar desear que pronto se muriera.

—Se lo presté hace como dos semanas a ese chico gordo y con granos que vive en el otro piso, pero no me lo ha regresado, y lo necesito. Voy a empotrar mi tele; no me gusta cómo se ve ahí, en la mesa. La quiero empotrada; ya compré el soporte, pero necesito mi taladro. Dile a ese ratero que ya me lo devuelva. Tiempo suficiente tuvo. No entiendo cómo la gente puede ser tan cínica. Ratero de mierda. No, no, no me importa que me escuche. Que me escuche. Que todos se enteren. Ah, pero ahí estoy yo, prestando mis cosas. Cuándo aprenderé.

—Hola, pa —saludó Rogelio a su padre con un beso en la mejilla, aunque él apenas lo notó, por seguir despotricando contra el vecino. El olor a medicina, jabón neutro y humedad le provocó náuseas. Como su padre lo ignoró, se volteó a la enfermera—. ¿Todo bien?

—Sí, señor. Todo en orden —y luego añadió en voz baja—. Lleva unos días pidiendo que le regresen su taladro. Y no sé a qué chico se refiere.

—Ven, papá. Vamos.

Y su padre se dejó guiar por la puerta, refunfuñando por lo bajo hasta que su voz se perdió en un gruñido.

Subirlo al coche requirió otros quince minutos, pues por un momento se negó a irse.

—No, tu hermano va a venir, me dijeron. Vamos a ir a comer.

—Vas a comer conmigo, papá.

—No, contigo no, con Rogelio.

—Yo soy Rogelio, papá. David… no va a venir.

Y para evitar la misma escena que armó unos meses atrás, cuando de pronto lo recordó y tuvo un episodio depresivo, decidió no decirle que David —el hermano mayor de Rogelio— había muerto hacía catorce años. Mientras tanto, su padre siguió quejándose de aquel chico gordo y con granos que le había robado su taladro.

—Es igual al tipo ese que vivía enfrente de nosotros en Coruña, ¿lo recuerdas? Siempre pedía mis herramientas y nunca las devolvía, pero tu mamá siempre se las prestaba.

—Sí, lo recuerdo —dijo Rogelio con una sonrisa. En ocasiones, entre los delirios de la enfermedad, los recuerdos fabricados y las fantasías que creaba, se colaban recuerdos que él también compartía, que tenían relación con algo en verdad vivido y no con lo que sea que sea la fuente de donde manan los fantasmas de esa maldita enfermedad. Se sintió algo frustrado: su padre recordaba a aquel vecino cuyo nombre él mismo no recordaba, en una calle en la que habían vivido casi cuarenta años atrás, pero no recordaba que su propio hijo había muerto en un accidente, y en ocasiones olvidaba incluso haber estado casado, enviudado y hasta su propio nombre. Y siempre que un recuerdo verdadero se colaba en la mente resquebrajada de su padre, Rogelio intentaba alargar ese momento—. ¿Cómo se llamaba?

—Ernesto. Ernesto Suárez —y Rogelio deseó poder saber si eso era cierto o si lo había inventado su padre, pero cuando vivieron en Coruña él tenía tan solo diez años, y apenas recordaba un par de cosas—. Era un hombre detestable. Siempre dejaba las bolsas de basura abiertas en la calle y terminaban todas en el suelo, y era peor cuando llovía. Y su maldito coche. Ni lo vendía ni lo movía, solo lo dejaba ahí, acumulando más basura. Y siempre apestaba a marihuana la calle cuando tenía visitas, ¿lo recuerdas?

—Sí, lo recuerdo —aunque en realidad solo recordaba el coche abandonado.

—Y sus malditos animales. Siempre los dejaba fuera y se iban a cagar a la entrada de la casa. ¡Y cómo se puso cuando le fuimos a reclamar! ¡El idiota me amenazó con un desarmador! ¿Lo recuerdas? Al menos después de eso ya no volvió a pedirnos nada. Pero el cabrón siguió sacando a sus malditos animales, y la maldita basura. ¡Y no importa lo que tu madre diga! Yo estoy seguro de que fue él quien rompió las ventanas, él o sus estúpidos hijos, esos niños todos mugrosos, rateros desde pequeños. De tal palo tal astilla. Y la maldita esposa, siempre de metiche por todas partes, siempre haciendo argüende por todo. ¡Ah, pero al menos le dimos su merecido!

—Vamos, papá.

—Sí, le dimos su merecido.

—¿Qué? ¿Qué merecido? —preguntó extrañado.

—¿Qué? ¿No lo recuerdas? ¿O es que todavía te sigues sintiendo mal?

Rogelio guardó silencio pues no supo qué contestar, convencido de que volvía a confundirlo con David.

—Ay, hijo. No puedo creer que sigas con eso. Ya te lo dije: a las personas malas les pasan cosas malas. Fueron ellos los que iniciaron. No me devolvían mis cosas, la basura, el olor, las groserías, sus malditos hijos, y los malditos animales. Se lo merecía, ¿apoco no?

—No…lo sé. Quizá.

—Claro que se lo merecía. No te sientas mal. Ni sufrió el pinche animal. Sí, sé que se ve feo, con la espuma en la boca y todo eso, pero es apenas un momento. El veneno es rápido. Estúpidos animales, se comen lo que sea. Además, si no quería que les pasara nada a sus animales, no debía dejarlos fuera así. Hasta me sorprende que no los hubieran atropellado antes. Ja, ja. Todavía recuerdo los gritos de la vieja esa, y cómo maldecía el otro. Se lo merecían, ja, ja. No te sientas mal, no me hagas enojar. Ya te lo dije: a las personas malas les pasan cosas malas.

—Sí, pa… ¿A dónde quieres ir a comer?

—No sé… Ah, ¿recuerdas ese restaurante bonito que está sobre Tlalpan, de camino a casa de Natalia? ¿Y si vamos? Desde hace un buen decimos que vamos, y no vamos. Deberíamos de ir, ¿no?

Imagen tomada de Pinterest

Mauricio Mejía Romero (Ciudad de México, 1995). Historiador y escritor. Sus intereses son la historia, la música y la filosofía; el terror, la soledad y la memoria. Ha publicado en Punto de partida y se pueden leer sus textos en este enlace: https://linktr.ee/mauriciomr95

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